Resignación en el callejón argentino

Los vecinos de la calle Nueve York, símbolo de la industria de la carne y corazón del peronismo, esperan el desenlace electoral sin hacerse muchas ilusiones


Llega el alivio. Faltan horas para la segunda vuelta de las elecciones en Argentina y después de una campaña de 300 días, miles de carteles, decenas de frases hechas, paupérrimas propuestas y una buena dosis de agresividad, la única certidumbre de los argentinos ahora mismo es que, al fin, esto se termina, gane quien gane.

También hay expectativa. Como en todo el país, en esta calle diminuta de Berisso, sur industrial de Buenos Aires, bautizada “Nueva York” como si fuera una declaración de aspiraciones, los vecinos esperan que algo pase. Una esperanza moderada, es cierto.  No es esa clase de pasión que te estremece cuando tus jugadores favoritos son los que están en la cancha. Esto es lo que hay y Drexler nos recuerda que “no se va a poner mucho mejor”.

Calle Nueva York, tiendas olvidadas



Como la manta del vendedor, sobre los adoquines viejos de esta calle de 400 vecinos, olvidada y venida a menos, se extienden las promesas de los candidatos. 


Aferrarse es el oficio argentino

De un lado, la promesa peronista, cargada de un pasado indefinido: volver a aquella gloria de una Argentina potencia mundial. 
A más de la mitad de los que votan en esta calle no se le ocurre otra cosa que votar esta promesa. Sienten que traicionarían su historia. En la calle Nueva York sobrevive una placa que conmemora el “Km 0 del peronismo”, desde donde columnas obreras partieron el 17 de octubre de 1945 a la Casa Rosada (sede presidencial) para reclamar la liberación de Juan Domingo Perón, encerrado por sus compañeros de armas y de gobierno.

Del otro, está la oposición no peronista, con una promesa cargada de un futuro, también indefinido.

Javier Milei dice que en 35 o 40 años Argentina estará en las ligas superiores y, coincide con Massa, ”volverá a ser la potencia que fue hace 100 años”. No se sabe muy bien cómo, pero quienes lo votan creen que todos estuvieron en la mesa del poder y todos fracasaron.

El peronismo propone el cambio, que suena a pasado conocido. El no peronismo propone el cambio, que suena a futuro desconocido. Lo que parece no tener propuesta de cambio es el hoy, el presente angustiante de unos vecinos a los que la política ha dejado exhaustos. 

Inflación, esperas en los hospitales, abandono escolar, pobreza infantil, rutas desgastadas, transporte envejecido, fuga de los profesionales, todo eso es un presente que no tiene una promesa específica. ¿Y el culpable? Fuenteovejuna, señor. Una elección resignada en la que se trata, sobre todo, de no elegir a uno de los candidatos.

Joaquín Díaz conoce bien ese presente porque tiene 25 años y trabaja de albañil en una obra, porque conoce familias que tienen que ir a comer a la olla popular del barrio, porque muchos de sus amigos no tienen empleo o lo pierden en pocos días después de tomar Rivotril 2 miligramos (7 céntimos de euro la pastilla) maridado con vino barato. 

El oficio de Joaquín es aferrarse, como el de cualquier argentino. Quiere tener esperanza: es un acto de voluntad. Tiene 25 años y la pericia necesaria para encontrar agua en cualquier vaso, por más seco que parezca. 


Larga decadencia


Viejo mural peronista, hoy restaurado
Seco, por ejemplo, está el barrio. La calle Nueva York corre paralela a un canal y desemboca en la orilla del río. Son 6 manzanas de fachadas ruinosas, cortinas metálicas oxidadas, vegetación que crece en patios abandonados. 40 kilómetros al sur de Buenos Aires, 80 años hacia el pasado. 

Aquí estaban en los años 30 y 40 los frigoríficos Swift y Armour donde 15.000 obreros de todo el mundo despiezaban reses, limpiaban tripas, salaban la carne y la enlataban para Europa durante las dos guerras mundiales. Había restaurantes, salas clandestinas de juego y conventillos, burdeles y casas de fotografía; se hablaba árabe e italiano, polaco y español. Trabajaban  bielorrusos, italianos, turcos, croatas; había sastres y zapateros, panaderos y dentistas. Todos buscaban su oportunidad.

Con los años, las fábricas se vendieron o quebraron, los obreros fueron despedidos, las tiendas cerraron y el sueño del progreso se transformó en la pesadilla de sobrevivir. Sin mucha más aspiración.

El desempleo pega ahora en este barrio como en tantos rincones del país y la pobreza se siente en la cantidad chabolas cercanas. De los 27.000 hogares de la ciudad, según los datos del Registro Nacional de Barrios Populares, un tercio (unos 7800) están en los llamados “asentamientos populares”. Nacieron en los 70, en los 80, en los 90, con la crisis del 2001, en la decada pasada y en la actual. 

La desesperanza fue creciendo, como la pobreza. Y aunque no tiene una estadística específica, se lee de vez en cuando en titulares locales donde afirman que esta es una de las ciudades con más suicidios de adolescentes en la provincia de Buenos Aires, la mayor del país.

"Los chicos están perdidos"

“Nadie pide mucho. Lo único que quiere la gente es trabajar”, dice Joaquín. “Si es un puesto fijo, mejor. Hay que educar a los chicos porque perdieron la costumbre de cumplir un horario. Conseguí 15 laburos a 15 pibes del barrio. A la mitad, ya los echaron por llegar tarde o empastillados. No lo hacen por maldad, lo que pasa es que nadie les enseñó”. 

“¿Quién les va a dar trabajo así?”, pregunta Marcela Ríos, nacida hace 55 años en esta calle, hija de inmigrantes del norte que vinieron a trabajar la carne en los 50, cuando aún se aspiraba al progreso. “Los chicos están perdidos. Yo les digo que dejen las pastillas y el vino, que eso no trae nada bueno. Parece que quisieran vivir adormecidos y sin ambiciones”.

Marcela y Joaquín, madre e hijo, son testigos de una historia simple de lucha, auge, decadencia y resignación en una de tantas calles argentinas. Ahora tratan de acercarse tanto como puedan a cualquier rendija por la que pase la luz.

Viejas casas en la calle Nueva York



Que cualquier tiempo pasado fue mejor y es lo mejor para calmar el dolor del presente forma parte del manual de narrativa electoral. En Argentina es tocar un punto débil: “Lo que pudimos ser y no fuimos” es una novela que nos gusta. 

“Esto es el regreso de un sueño, volver a ver los frigoríficos como antes”, dice el alcalde de la ciudad y candidato peronista a la reelección, Fabián Cagliardi. Poco antes de las elecciones de octubre, el alcalde caminó por el barrio, abrió su bolsa de promesas y repartió caramelos: traerá de nuevo la industria de la carne, creará cientos de empleos, llenará de comercios la zona y, por fin, volverá al esplendor. Renovó su mandato por una diferencia de 1570 votos sobre el conjunto de los opositores. 
Muchos vecinos ya no le creen, pero Joaquín y su madre sí. 

“Las cosas van mejorando, hay empresas que se vinieron al barrio. Se abrió el puerto. Vuelve la carne”, dice Joaquín. “Esta olla popular que hacemos es un ejemplo: cuando empezamos en la pandemia venían más de 100 familias. Mirá ahora. Deben ser 30 o 35. El sindicato nos consigue empleos y con eso pagamos el pollo y la verdura. Nosotros lo devolvemos con militancia. Con el sindicato de la carne, el del puerto y el de la construcción acá hay trabajo para todos”.
Joaquín es nieto de un policía que escoltó a Perón cuando lo liberaron en 1945. Es una historia que lleva con orgullo y es un sello que distingue y condiciona: “¿Qué otra cosa puedo ser si no soy peronista”. Cree en las promesas de Sergio Massa: “Vuelve el verdadero peronismo”. 

Eterno peronismo


A decir verdad, de esta calle el peronismo nunca se fue. Desde 1983, hasta hoy, gobernó 36 años. Cuando Raúl Alfonsín arrasó en todo el país en 1983, en Berisso ganó un alcalde peronista. En el siguiente mandato, volvió a ganar otro peronista. Entre 1991 y 2011, 6 mandatos, 24 años, gobernaron dos alcaldes: ambos peronistas. Solo una vez perdieron, en medio de la oleada de Mauricio Macri en 2015. El mandato duró 4 años y casi no llega al final. En 2019 los peronistas volvieron a ganar las elecciones.

"La gente está cansada de escuchar las mismas promesas una y otra vez. Es una ciudad totalmente abandonada por el Alcalde. Por donde camines hay basura, baches, las calles de tierra están embarradas, la recolección funciona mal, hay inseguridad, hay desidia". 

El panorama que muestra Matías Nanni, concejal en este distrito, es la otra cara de la narrativa del peronismo. 
Nanni pasa de los 30 años y fue candidato a la alcaldía por su partido, la histórica Unión Cívica Radical (UCR), integrada en la coalición Juntos por el Cambio. Su marca política salió segunda en las elecciones locales. Igual que su candidata a Presidenta, Patricia Bullrich, Matías perdió.

En su opinión, la ciudad ha ido a peor durante tantos años de gobiernos peronistas, pero reconoce que su partido no pudo convencer a los vecinos. “No podemos culpar a los votantes por su resignación. Si hubiésemos estado unidos ellos no hubieran ganado. La mayoría quiere cambiar, ya no quiere el peronismo, pero no hicimos una buena oferta” 
Una sensación que se extiende entre los casi 14 millones de electores que no votaron por Sergio Massa, el mayor caudal que haya conseguido la oposición hasta ahora.  

Desde 2003 se sumaron 7 millones de personas al censo electoral, pero el peronismo se ha mantenido en un promedio de unos 9 millones de votos durante estos 20 años, salvo en las elecciones generales de 2011 y 2019. En la calle Nueva York y en todo Berisso las arrasadoras mayorías peronistas del pasado han ido menguando.

Matías y Joaquín no piensan lo mismo, pero son casi coetáneos. Nacieron a finales de los 90, cuando terminaba la bonanza de Menem, tan visible como artificial. En las charlas familiares hablaban de ahorros y aspiraciones. La pobreza crecía, pero el país era una fiesta y, seamos sinceros, ¿quién piensa en la pobreza en medio de una fiesta? 

La generación de 2001

A ambos les tocó la crisis de 2001 y en casa escucharon palabras como quiebra o deuda. En la televisión había fuego y violencia. En las plazas se oía “!que se vayan todos!”. Eran niños y esas escenas se grabaron en su memoria.

Después Argentina mejoró, por un rato. Crecía gracias a la soja y los dólares llegaban con alegría. Había trabajo, se construían casas. En las escuelas, las evaluaciones daban sistemáticamente resultados pobres, como la baja comprensión de los textos. De nuevo,  había fiesta en Argentina en ese momento: ¿quién iba a arruinarlo con datos tan tristes?

Uno y otro vieron pasar el “viento de cola”, como llamaron los economistas a la bonanza internacional que disfrutaron los gobiernos de Kirchner. También esa fiesta pasó.  Matías por su lado y Joaquín por el suyo empezaron a ver los síntomas: el desempleo que crecía, las drogas que empezaban a arruinar familias, la devaluación y la inflación empobreciendo a tantos. 

Otra vez escucharon palabras que ya habían escuchado de niños y las mismas palabras que ya habían escuchado sus padres mucho antes.

En ese abrevadero de desencanto  empezó a beber Roxana Garavento, candidata de los libertarios en Berisso. En las elecciones generales quedó en tercer lugar, a poca diferencia del candidato de Juntos por el cambio. Garavento, docente jubilada, vive en un barrio popular llamado Villa Progreso.  “En 15 años nunca vi pasar un camión para mejorar  la calle o arreglar pozos que se llenan de barro cuando llueve. Nunca se asfaltó”. 

“Me cansé de ver las calles destrozadas y a los vecinos caminando 10 cuadras para llegar a la parada del colectivo” cuenta en una entrevista. “Por eso me presenté a las elecciones. Soy maestra y sé cómo están las escuelas: faltan ventiladores, en invierno las aulas están heladas”. 

Sus detractores dicen que no conoce nada de la administración, pero sus votan


tes responden que da igual dado que los buenos administradores no hicieron nada por la ciudad.

“Milei es para cuando estás enojado”, dice Joaquín, como si se tratara de un tema de AC DC. Los analistas coinciden solo en parte. El voto a Milei es un voto transversal a clases sociales y generaciones. No se trata solo de jóvenes, no se trata solo de clase media amenazada. No se trata de ricos. No se trata de pobres. Se trata de activos o pasivos: del repartidor de comida o de la joven madre que cobra 3 subsidios sociales por sus hijos; del dueño de un quiosco de 60 años cansado de las deudas o del beneficiario de una pensión que no hizo aportes ni contribuciones. De empleados públicos o de autónomos asfixiados. 

Extremos y péndulos


Claudio trabaja en un call center y  espera el colectivo que lo lleva al centro de Buenos Aires. Tiene una entrevista para trabajar en otra empresa. Misma paga, mejor horario. No se niega a hablar, pero no quiere dedicarle energía a la política. Tiene 28 años. 

“¿Milei es de extrema derecha? No sabía”, dice sorprendido. “Lo único que quiero es vivir normalmente. Que no tenga que esperar una hora este bondi (autobus), que no me afanen en mi calle porque no hay una sola luz que funcione, que pueda irme de casa porque tengo un ingreso regular. Que pueda hacer planes. No es mucho. Solo quiero trabajar y progresar”. 

Es difícil saber si los casi 10.000 votantes de Milei en esta zona se identifican con la extrema derecha. Conocen el rincón olvidado en el que viven, temen un empobrecimiento mayor y quieren escapar de eso. Nadie tiene la receta. Nadie sabe si es más de lo mismo, lo mismo retocado o cambiar lo mismo por algo nuevo, que tampoco es del todo nuevo. 

Después del domingo, la calle seguirá su ritmo y los vecinos seguirán empujando sus vidas. Joaquín repartirá comida en la olla popular cada jueves. Matías seguirá denunciando la desidia en el barrio. Roxana continuará caminando por las calles de Villa Progreso. Algunos adolescentes se quedarán en el camino. Y el día de las elecciones puede pasar lo que sea. Que gane el peronismo, como suele pasar. O que el péndulo vaya radicalmente en sentido contrario, como también suele pasar.

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