ARGENTINA MIRA BAJO LA ALFOMBRA
Voy en el traqueteo de un tren atestado que recorre en media hora el trayecto entre la periferia norte de Buenos Aires y el centro porteño. Pasamos por casas bajas, hogares de taxistas y empleados. En el vagón deben viajar unas 100 personas, el doble de lo permitido en estos trenes. Los asientos son duros, algunas ventanas o no se cierran o no se abren. Casi no hay conversación. Demasiado sueño, mucho cansancio. Y hace tanto calor: el único aire que se respira está tibio y entra por las ventanas. Poca concesión a la estética. Digamos que no hay estética. Nada que haga el viaje más placentero. Hay bebés que lloran por el calor, vendedores ambulantes de golosinas y una madre adolescente se abre paso entre los apretujones pidiendo ayuda con tres niños colgados de sus piernas. En este tren es fácil sentirse un perdedor.
Lo
mires como lo mires cuesta entender que este ferrocarril (Ferrovías) como los
otros ferrocarriles y líneas de buses de corta y larga distancia reciban unos
4.000 millones de dólares por año en subvenciones y no puedan tener mejores
vagones.
Dos
hombres charlan en el vagón. Uno de ellos no deja de repetir: “se afanaron toda la plata hermano, se la
afanaron”. Está desesperado. Su obra social (seguros médicos controlados
por los sindicatos y con sospechas de corrupción) no autoriza un análisis que
le ha ordenado su médico. “¿Cómo puede
ser que con la plata que ingresan no puedan analizar mi pis?, ¿dónde está la
plata?” se queja. El otro pasajero
encoge los hombros y acota: “¿y qué
querés? En Argentina uno es corrupto hasta donde puede”.
El
vagón está tan lleno y tan poco controlado que algunos pasajeros van sentados
en la escalera de acceso con la puerta abierta, justo debajo del cartel que
dice: “Prohibido sentarse en la escalera”.
En
la radio habla Mauricio Macri por primera vez como Presidente de la Nación. Es
el discurso que inaugura su mandato. “Este
gobierno va a combatir la corrupción. Los bienes de la Argentina son para todos
los argentinos y no para el uso incorrecto de los funcionarios. No habrá
tolerancia con esas prácticas abusivas”. Ovación cerrada.
Sorprende.
Porque durante la campaña electoral, que duró en realidad todo el año, la
corrupción no fue precisamente una prioridad ni un objetivo en los discursos de
los dos candidatos con mayores posibilidades, Mauricio Macri y Daniel Scioli.
Cualquier
encuesta que revisabas afirmaba que la corrupción no era un asunto que
preocupara demasiado a la población. De hecho, el partido cuyo lema era
“decencia” (El Frente Progresista de Margarita Stolbizer) no logró llegar a un
3% de los votos. Y ello a pesar de que la Argentina hay por lo menos 35 causas
por corrupción que involucran a 25 funcionarios y ex funcionarios del Gobierno,
incluida la presidenta Cristina Kirchner.
Cuando
el sufrido pasajero del vagón acota que en Argentina uno es corrupto hasta donde puede dice algo que está en la mente de
todos. No es infrecuente que en conversaciones sobre la corrupción se digan
cosas como “siempre fue así”, “eso no
tiene arreglo” o la mucho más inquietante: “¿vos en su lugar no lo harías?”
Sobornar, ablandar,
aceitar, adornar, arreglar, coimear, cometear, empapelar, morder, tocar, untar,
achaco, afano, chacamento, escruche,
lancear, ranfiñar, solfear, soliviar sirven en el lunfardo
para designar el robo o la corrupción. El lunfardo empezó siendo una jerga de
delincuentes porteños con al menos 29 maneras de designar la palabra ladrón.
Nadie
se escandaliza demasiado por la corrupción en Argentina. Aunque es difícil
saber si eso es porque la corrupción es muy habitual o porque es muy antigua, o
por ambas cosas.
El
60% de los argentinos coincide en considerar "aceptable" dar dinero a
alguien para evadir el pago de impuestos o derechos aduaneros y el 53%
aceptaría hacerse el distraído ante un acto de corrupción si denunciarlo
implicara perder un beneficio.
Las
opiniones de los argentinos sobre la corrupción están lejos de la corrección
política. En una encuesta que hizo hace dos años el Centro de Opinión Pública
de la Universidad de Belgrano se reflejaba que el 56 % de los argentinos piensa
que el nivel de corrupción en el país es alto. Pero el 55% considera
"aceptable" que un político sea corrupto si "mejora la economía
o soluciona problemas del país". El 46% cree que en nuestro país "la
gente está obligada a adaptarse a la corrupción para sobrevivir". Y el 43%
opina que la corrupción "se da en todos los ámbitos por igual".
La
corrupción y la tolerancia a ella tienen fuertes raíces en la historia del país.
Tienen hasta estatua. En un edificio de hace casi 100 años hay una. Se trata del
Ministerio de Salud y Desarrollo Social en Buenos Aires, conocido como edificio
Evita, en la ancha y alguna vez esplendorosa avenida 9 de julio. La estatua medirá
unos 10 metros de alto. Estilo Art Decó, ejemplar de los años 30, cierto toque fascista.
Muestra una figura imponente. En su mano izquierda sostiene un
cofre mientras que la derecha extiende la palma hacia atrás, a la
egipcia digamos: brazo pegado al cuerpo, mirada distraída, posición de
propina. Es la estatua al soborno,
hecha en plena década de los años 30 (llamada “década infame”, entre otras
cosas, por la grosera compra de funcionarios por parte de grupos de negocios
locales y vinculados a capitales externos).
Fue una
venganza del arquitecto por la cantidad de obstáculos y sobornos que sufrió
durante la edificación. Una Argentina que practicaba la corrupción con la misma
facilidad que crecía el trigo en la Pampa.
Las
entregas a dedo de tierras, el contrabando, la falsificación de la moneda y
el escamoteo de fondos que debían remitirse a España eran habituales en la
época colonial. Grandes familias que trascendieron en el tiempo asentaron su
poder económico gracias a concesiones arbitrarias de las tierras. Y con la
independencia los negocios entre políticos, comerciantes, las ventas de tierras
fiscales a terratenientes a precios ínfimos y el pago de favores siguieron.
Nunca fueron del todo un secreto.
La
corrupción está en muchos pequeños y grandes detalles. Sobornando al policía de
tránsito para que no le haga una multa en la calle, evitando dar una factura,
aprovechándose como funcionario para agilizar o no un trámite a cambio de
regalos o manejando vínculos dudosos con el poder para conseguir contratos. No
siempre hablamos de fajos de billetes verdes. A veces es una docena de
sándwiches de miga de jamón y queso, un soborno chiquito pero infalible.
Doy con el informe de la organización Poder Ciudadano que
lleva más de 25 años denunciando abusos del poder. Es un trabajo que repasa
algunos de los últimos y más sonados casos de corrupción. El de la empresa
calcográfica Ciccone, por ejemplo. Ni más ni menos que la compañía que imprime
los billetes y con la que quería quedarse el mismísimo ex vicepresidente Amado
Boudou, que hoy está multiprocesado y debe pedir permiso para salir del país. O
el caso del fiscal Oscar Campagnoli, destituido por el gobierno anterior por investigar
un caso de enriquecimiento ilícito del matrimonio Kirchner. O los informes de
la Auditoría de la Nación que advertían de la falta de mantenimiento en los
trenes y el vaciamiento de las empresas lo que podía causar una tragedia el día
menos pensado. Y ese día llegó en febrero de 2012 en la estación de Once cuando
un tren chocó contra la pared a 25 km por hora, murieron 52 personas y 709
quedaron heridas. O el encubrimiento del atentado contra la AMIA en la primera
causa judicial que se llevó adelante durante el gobierno de Carlos Menem
(1989-1999). O el pago de una suma millonaria de dinero a legisladores para que
aprobaran una ley sobre flexibilización laboral bajo la gestión de Fernando De
la Rúa (1999-2001). O la evidente falta de medios en las inundaciones en la
ciudad de la Plata en las que se evidenció el tremendo agujero de obras e
inversiones por desvío de fondos públicos. Un festín para cualquier cruzada por
la limpieza.
El dinero perdido por la corrupción es inmenso. Hace dos
años, un trabajo del Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad
Económica (Cipce) estimó que entre 1980-2007, el país perdió unos 13 mil
millones de dólares por prácticas corruptas. El trabajo en aquél entonces se
realizó en base a unas 750 causas de corrupción en el Estado. ¿Cuánto habrá
aumentado ese monto si se suman los últimos ocho años?
“En Argentina la impunidad es casi absoluta”. Manuel
Garrido, uno de los más conocidos fiscales contra la corrupción, lo dice con
rotundidad y conocimiento. Fue diputado y responsable de la Oficina
Anticorrupción. Estuvo involucrado en la investigación y denuncia de casos resonados
de enriquecimiento ilícito de funcionarios, incluidos Néstor Kirchner y
Cristina Fernández. Dice que denunció a centenares de personas por casos de
corrupción. Pero ninguno está preso. “La impunidad es la regla y las sanciones,
a lo sumo, se dejan en suspenso a través de acuerdos absurdamente benévolos con
los involucrados que no incluyen aporte de información sino solamente asunción
de responsabilidades a último momento y cuando ya las condenas son
inevitables”, escribe Garrido en una tribuna.
Estamos en bar de Palermo uno de los barrios de moda donde
un café cuesta entre 3 y 5 dólares, con lo que te compras dos hamburguesas y
una coca cola en la estación de tren. Cuesta un buen rato que nos den una
factura. Hay que reclamarla.
No sólo está la impunidad. También cierto fatalismo, un
rutinario “eso no puede cambiar”. Un sindicalista que prefiere el anonimato me
da una lección de física. “Es como una bicicleta. Dejas de pedalear y te caes”.
Asegura que si se detuviera la rueda de la corrupción en todos los niveles (los
sobreprecios, los sobornos, los contratos amañados, las comisiones) el país,
sencillamente, se detendría. Me cuenta como las obras sociales gestionan miles
de millones con pocos controles y sus servicios médicos suelen ser un 30% más caros
que el precio de mercado por las “mordidas” que hay en el proceso. Me invita a
que mire alrededor, al restaurante en el que comemos. Hotel grande, de lujo, norte
argentino, planta baja con máquinas tragaperras y casino, muy pocas habitaciones
ocupadas y un restaurante con 60 mesas donde apenas una pareja de ancianos y
nosotros disfrutamos de un surubí a la parrilla. Sospechosamente vacío. “Viste,
al final terminas desconfiando de todo…” acota mi interlocutor.
El nuevo presidente dice que será implacable con la
corrupción. Conoce bien la indiferencia social con la que se vive la
corrupción, la impunidad de la que goza y el fatalismo que la justifica. Pero
tiene poderosas razones, y no todas ellas éticas, para hacer de la lucha contra
la corrupción una bandera de su gobierno.
Sabe que esa costumbre de hacer dos o tres veces la misma
ruta para cobrar sobreprecios o el hábito del funcionario de quedarse un
“vuelto” cuando agiliza un trámite, o el soborno del empresario para ganar un
concurso de obras o el impresionante sistema de senadores y diputados
provinciales que reciben grandes cantidades de dinero de libre disposición y
poco control que a veces llenan las cajas de fundaciones o asociaciones propias
causan menos daño en la inmunizada opinión pública argentina que vivir con una
inflación de 40% para 2016.
Los problemas económicos de Argentina pueden ser peores de
lo esperado para el nuevo gobierno. Y las buenas noticias como creación de
empleo, reducción de la inflación, entrada de dólares o menos impuestos pueden
tardar o escasear, al menos en los primeros meses.
La luna de miel entre el nuevo Presidente y la sociedad
argentina, al menos la que lo votó, no durará meses. Y revisar lo que hay bajo
la alfombra puede ser una verdadera catarsis social y una manera de conseguir
oxígeno para la presión que vivirá Macri.
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